“No. No creo que se pueda lograr la paz”, afirma convencida la co-presentadora del programa en el que hablo todos los jueves en la radio. Es el abismo entre el deseo y la posibilidad, al parecer insalvable. Repasamos en esa entrevista las actuales condiciones políticas, económicas y sociales para darnos cuenta de lo precaria que puede ser la vida en la mayor parte del mundo.

En el siglo XX fueron asesinados 177 millones de seres humanos por diversos motivos en tanto que otros 140 millones murieron por razones de ideología y otros 30 millones por las guerras del siglo. Es atroz darse cuenta que la guerra ha matado menos gente que el odio y la violencia social.

La paz se refiere al equilibrio o la estabilidad a nivel personal y social, a la ausencia de conflicto, a un estado interior sin sentimientos negativos, a un anhelo de la civilización. En contraste, la ausencia de paz nos remite a desórdenes internos, guerras, violencia, crisis social.

No hay que ir muy lejos para comprender que la paz está relacionada íntimamente con la justicia. Sin justicia, no hay paz. Sea que se trate de nuestro orden interno como de la sociedad en su conjunto, el maltrato, el odio, la inequidad, la opresión, la dictadura, la carencia de los bienes indispensables son expresiones de la injusticia y mientras esté presente la paz es imposible.

Así como la injusticia requiere de agentes efectivos y eficaces para realizar sus horribles propósitos, del mismo modo la paz necesita gestores que intervengan para oponerse a la maldad. Y aquí los números son precarios; es más fácil ser injusto que pacificador. En muchos casos la injusticia puede ejecutarse sin involucrarse directamente en la acción violenta. La paz, por el contrario, exige involucrarse personalmente. Los pacificadores se exponen casi siempre a la muerte, como Gandhi o Luther King, porque la violencia reditúa más que la paz.

Los pacificadores no tienen recompensa inmediata. Se los reconoce cuando ya no están entre nosotros. Sin embargo su legado los excede largamente. Aunque no más sea que Jesús y algunos otros pocos lo reconozcan, bien vale decir – por más modesto que sea el homenaje: Bienaventurados los pacificadores…

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