Impresiones fue el título de un librito que publiqué hace casi veinte años. Era una recopilación de intentos poéticos y prosa ingenua. Lo diseñamos con un amigo en Page Maker, un viejo programa gráfico que entonces me parecía un milagro de ingeniería y que hoy es una antigualla cibernética. Lo llevamos a una imprenta que tenía el sugerente nombre de Nueva Era. Después de inenarrables obstáculos logramos que nos entregaran quinientos ejemplares de los mil que habíamos acordado. Los restantes quedaron secuestrados en la bodega cuando el negocio fue clausurado por las autoridades de impuestos. Siempre me río al imaginarme que fueron vendidos para reciclaje y terminaron convertidos en papel higiénico.

Una tarde logramos que me entregaran diez copias adelantadas. Subí a un micro de locomoción colectiva y me senté bien atrás porque sabía que jamás iba a olvidar el momento en que abriera el primer ejemplar por primera vez. Era algo que quería vivir sin que nadie me viera. Fue una buena idea porque recuerdo ese instante como una amarga decepción. Las hojas interiores eran medio centímetro más cortas que los bordes de las tapas. No estaba la página del índice ni la portadilla y la página dedicatoria estaba mal ubicada. Lloré disimuladamente. Una rabia sorda y silenciosa fueron las primeras impresiones que tuve con el librito aquel. Me juré que no publicaría más nada en mi vida. Cuatro años, con una porfía que todavía me ruboriza, edité Entrelíneas. Esta vez, gracias al apoyo impagable de mi hermano menor, experto en gráficas y ediciones, la experiencia fue algo más parecido a un consuelo.

Tengo por ahí en alguna valija un ejemplar de cada libro como único registro de esos desvaríos editoriales. No quiero que los vean. Los conservo como un recordatorio de que hay cosas que nunca debo hacer de nuevo. La palabra queda fijada en el libro. Quienes la lean, aunque sea décadas después, no van a pensar que ese es el que fui, sino el que soy. Y ya no soy ese. Bueno, concedo que algo de ese ser queda. Tal vez todavía creo algunas cosas de las que escribí. Pero la mayoría no son más que un testimonio de la ilustre ignorancia y la arrogancia de un joven que creía que el mundo y la vida se podían explicar con tres teorías, cuatro doctrinas y diecisiete experiencias. Y sobre la poesía, basta con la que hay…

(Publicado en febrero de 2013)

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