Ayudo a preparar la cena de Año Nuevo en la casa de mis amigos. De pronto, desde el otro lado de la cocina Marion me pregunta, “¿Conoces a Romeo Santos?”

Lo que sigue ha durado unos tres segundos pero a mí me parece un viaje improvisado y colosal a la atmósfera caliente de Macondo. ¿Dónde, si no, puede existir alguien que tuviera ese nombre?, pienso. Me hace acordar de Aureliano Sierpe, Gerineldo Márquez, Mauricio Babilonia y Prudencio Aguilar, entre otros. Me arrebata el calor húmedo y pesado de la siesta. Una zarabanda de pájaros pasa sobre mi cabeza y de pronto estoy sentado en la mesa de Ursula Iguarán, cautivado por el aroma del café y los animalitos de chocolate. Recuerdo haber entrado en este mundo mágico cuando era un adolescente y terminé de leer las 432 páginas de Cien años de soledad con 40 grados de fiebre y ebrio de fantasía.

Marion me pregunta otra vez, “Pero, ¿lo conoces?” Un poco turbado por no haber hallado una respuesta más pronta digo; “No sé… me imagino que leí su nombre en alguna parte.” Más tarde me entero que es un famosísimo cantante de bachata al cual desconozco olímpicamente. Y que no tiene nada que ver con Gabriel García Márquez y el realismo mágico.

Una vez más he sido victimado por mi mente poblada de libros, nombres, paisajes, aromas, territorios imposibles y romances colosales. Semejante desatino no es inusual sin embargo en mi vasta trayectoria de soñador inconcluso. Los libros me hicieron olvidar dolores, travesías y complicaciones; sumergido en el mundo de los otros, en sus propias tragedias, reconocí las mías y encontré caminos posibles. Otras veces desaparecieron ante mis ojos el asfalto, el acero, el ruido y la suciedad de las ciudades y entré en mares encabritados, en montañas abismantes; remonté el cielo infinito y penetré en su frío sideral.

Y no pocas veces, ¡qué difícil fue retornar a la gris realidad de todos los días, al trajín de rutinas y calendarios!

Sólo por eso, creo, es posible ser ignorante de cosas que son tan conocidas para la mayoría de las personas y no tener vergüenza alguna. Ser un poco imaginario en un mundo de realidades concretas requiere de cierto arte que si algo tiene de preciso es lo inexplicable.

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