Entonces, después de haber transitado con uniforme por el territorio de la recta razón por algunos días, me fugo al país de Maricastaña, para regocijo de algunos y la impaciencia de otros. Porque como escribí una vez, siguiendo las palabras puestas en boca de una Quintrala legendaria, no quiero que nadie me tenga – como mi abuelo Ramón, eterno vagabundo hasta que se le rompió el esqueleto y la memoria. De raíces ya tuve bastante y de derroteros predecibles más que suficiente. Voy y vengo, entro y salgo, camino y me quedo quieto. Desarmo mis rutinas en secreto para que no me atrape el reflejo de mí mismo entre la cocina y el dormitorio. Regalo mi ropa y mis zapatos o sencillamente me olvido dónde los dejé.

Así que, señoras y señores, hoy no serán habidas aquí reflexiones infinitesimales acerca de la inmortalidad del cangrejo y la cuadratura del círculo; sólo queda el retintín del grito en el desierto, la palabra sin destino y la ñata calavera. No hay por dónde agarrar estas pobres palabras para que parezcan algo coherente. Apenas siquiera serán lunar extraño en el concierto de solemnes elucubraciones diseñadas para elevar los espíritus hasta inconcebibles alturas. La irónica textura del mensaje queda flotando en un limbo un poco triste y se diluye en un maremágnum de multitudinarias convocaciones, músicas oficiales y palabras políticamente correctas.

Así será hasta que de nuevo amanezca por el lado acostumbrado de la tierra y regrese el pulso de las preocupaciones de la profecía ardiente, implacable, urgente. Porque hay ciertas angustias que no se eligen, hay estremecimientos sin origen discernible aunque por ahí uno lo intuye en el rigor del insomnio. Entonces volverán las oscuras golondrinas a posarse sobre estos balcones apartados para ser contempladas por dos o tres anhelantes transeúntes que buscan otros sonidos, otras luces, otros pareceres, lejos de la chimuchina, de las algarabías de la nada y del rumor de ininteligibles jerigonzas.

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