“Con mucha más frecuencia me abstengo del pecado por temor al escándalo que debido a la íntima determinación de acrecentar la pureza de mi corazón”.

(La muerte de Justina, John Cheever)

Tuve cierto pariente político lejano que me pareció la viva imagen de esta confesión de uno de los personajes retratados por John Cheever en sus Cuentos. Digo me pareció porque no puedo más que referirme a observaciones externas y, como se sabe, sólo Dios conoce el corazón.

Era severo en su crítica hacia todos aquellos que caían en pecado – frase común usada por los evangélicos para referirse a enredos sexuales; tal vez otro artículo sirva para anotar algunas ideas sobre esta singular expresión. Recomendaba fervientemente que fueran puestos en disciplina, relevados de sus funciones eclesiásticas y marginados por un tiempo prudencial de la comunión de los santos.

Le molestaban sobremanera las películas en las que ocurrían situaciones de adulterio, especialmente porque la trama intentaba justificar a los perpetradores de tal desvarío. Era celoso en la asistencia a los servicios de la iglesia, entregaba sagradamente el diezmo de todos sus ingresos y llevaba orgullosamente su guitarra todos los domingos para tocar en el coro. Sobra decir que jamás se permitió – en público al menos – ligereza alguna en materia sexual, ni de hecho ni de palabra. Eso lo hacía sentir bastante bien respecto de los demás.

Aparte, y como nota de color no más, le desagradaban los intelectuales, los artistas y todas las personas que manifestaran en su comportamiento alguna irracionalidad – según su decir.

A pesar de toda su integridad espiritual, lucía como una persona triste, a veces amargada, resentida de lo que según él no le había sido otorgado en la vida y que otros sí disfrutaban.

No sé por qué ni recuerdo cuándo fue que tuve una especie de revelación acerca de este personaje. Llegué a la personal y subjetiva conclusión que no era que tuviera, como escribe Cheever, “la íntima determinación de acrecentar la pureza de su corazón”. Había calculado los efectos perjudiciales que podría tener si caía en pecado y a la hora de las sumas y las restas era más conveniente no hacerlo. Es decir, había cedido a la tentación de no pecar, a la tentación de no pecar por conveniencia en vez de algún aprecio por la pureza.

No hago apología del pecado; reflexiono sobre la validez de la santidad de cálculo… 

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