Ruta fluvial a la fuente de la tristeza. Ofrenda sagrada al dolor diseminado. Acuoso testigo de los imposibles matemáticos. Transparente anuncio de la angustia que viene. Líquido remanso donde sestea la soledad. Registro lateral de los sueños destrozados. Confesión incontenible de los secretos mejor guardados. Desmayo de los ojos a la hora de la pena. Duro metal del alma que desciende fundido por las mejillas. El corazón que se hacía agua y no tenía por dónde salir. Ardor desbocado de la rabia. Transparentes majanos que señalan el principio del fin. Crónica salobre del silencio empedernido. Húmeda bitácora del desconsuelo. Empapada evidencia del desengaño.

Senderos por donde desciende el desencanto, el fracaso y el discurso del adiós. Aguas amargas que limpian la vida de las inútiles dulzuras. Rara vertiente que testifica del odio y del amor. Néctar de la compasión. Ambrosía del encanto. Licor de la ilusión. Agua bendita del perdón. Manantial del cariño. Cristalinas compañeras del tan anhelado descanso. Desahogo de las antiguas broncas y de las iras recientes.

Salen sin permiso y documentan el estado del alma cuando ya las palabras no sirven para nada porque se dijo todo y lo mismo no sucedió el milagro. Uno las disimula, las conjura con el pañuelo o simplemente las deja deslizarse hasta que no queda más nada que el salado surco de su predecible destino. Atestiguan, finalmente y con toda delicadeza, que lo que se quería ya no se va a poder porque así no más somos y así no más es la vida.

Para decirlo de otro modo: cuando de la calavera no queda más nada, se evidencia ineluctablemente la ausencia definitiva de la nariz… y de las lágrimas.

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