Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación

(Mateo 5:4)

(Saga de una serie inconclusa titulada “Meditaciones Impertinentes”)

¿Por qué alguien llora? Hay razones de más. Sólo por nombrar algunas: injusticia, opresión, soledad, desamor, abuso, pobreza, muerte de alguien que se ama, enfermedad, hambre, intemperie, desesperanza.

¿Por qué Jesús diría algo tan extemporáneo, tan ajeno a nuestra cultura hedonista y autocomplaciente? Del mismo modo que hemos reflexionado aquí antes, cuando afirmamos que los pobres no son bienaventurados por ser pobres, los que lloran no son bienaventurados porque lloran sino porque atraen, por así decir, una mirada preferencial de Dios, un consuelo dirigido particularmente a ellos aunque no más sea para acompañar si no aliviar.

Acompañar es una buena palabra aquí. Sugiere una estadía en silencio al lado de quien sufre. Supera por mucho aquella enfermante importunidad de la gente cristiana que te atosiga con versículos buena onda o con frases impresentables tales como “la hora más oscura de la noche precede al alba.” ¿Por qué, digo yo, no se quedarán callados y solamente acompañan, traen una taza de té o preparan una sopa de pollo en vez de abrumar con palabras sacadas de internet?

¡Qué precisas palabras de Job: Muchas veces he oído cosas como éstas. Consoladores molestos son todos ustedes (…) También yo podría hablar como ustedes, si su alma estuviera en lugar de la mía! 

Así que una consolación debe tratarse sobre todo – y más que nada – de un acompañamiento silencioso y servicial: abstenerse de versículos y monsergas sobre la esperanza y la fe y lo que es más importante, de oraciones y plegarias que nadie ha solicitado. Si quieren orar, háganlo en privado y en silencio; a menos, claro, que la persona afectada se los pida explícita y ojalá encarecidamente.

Como ya hemos escrito aquí antes la gente cristiana de hoy vive obsesionada con la idea de que los creyentes deben vivir felices y que si son afectados por el dolor debe tratarse de un ataque del enemigo, una prueba, algún pecado escondido o un discipulado insuficiente. Jamás se les ocurre pensar que llorar es algo natural, propio de nuestra raza a esta lado de la caída original. El discurso de la vida abundante es agotador sobre todo cuando uno quiere estar tranquilo con su pena.

Tal vez el Señor, cuando dijo estas palabras, estaba pensando en la importunidad de esos consoladores que se autoconvocan como los amigos de Job (no hay indicios de que él los llamó) y que al fin son una molestia en lugar de ayuda.

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