¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa! La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, la señora de provincias ha sido hecha tributaria.
(Lamentaciones 1:1)

Hace unos días recordé estas palabras en una conversación sobre cómo han ido cayendo las certezas y el fin de los grandes proyectos.
Hay una potencia bella y trágica en estas palabras. El autor se está refiriendo a Jerusalén, devastada por los ejércitos de Nabucodonosor: ayer, una joya mística, el símbolo de la construcción de la nación de Israel; hoy, arrasada, destruida hasta sus cimientos.
Pensé en el sentido que estas palabras tendrían no sólo en el ámbito público o social sino también a nivel personal. Tan posible es nuestra caída, la pérdida de nuestras adquisiciones, de nuestra salud, de nuestra vida. El brillo de la existencia opacado por la enfermedad, la pobreza, la muerte, no importa cuán inmensos hayan sido los logros o cuán grande la popularidad. De repente, no somos nada. Y no hay versículo bonito que apañe esta realidad. Todo termina. Y las más de las veces, termina mal.
Hay en el desierto del norte de Chile ruinas de pueblos que a comienzos del siglo XX prosperaron hasta grados inimaginables por la explotación del salitre. Hoy sólo se oye el sonido del viento, se ven los miserables andrajos que antes fueron elegantes cortinas; muros derruidos, cementerios con cruces rotas y lápidas ininteligibles. Desapareció el rumor de las calles, la música de las plazas en día domingo, el comercio y los lugares de recreo. Lo que ayer fue todo esperanza de un futuro prometedor, hoy no es más que el fantasma de una era que murió, derrotada por la aparición de alternativas sintéticas derivadas del petróleo.
Como corolario del pasaje citado en el epígrafe siguen estas palabras de Jeremías:
“Nunca los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo, creyeron que el enemigo y el adversario entrara por las puertas de Jerusalén” (Lamentaciones 4:12).
Quizá la más dolorosa destrucción de los emprendimientos humanos sea aquella que nunca fue imaginada, cuando se creía que nada ni nadie podría amenazar su presente y futuro. Como la de aquellos tiranos que soñaron con dinastías de “mil años” y que hoy no merecen otra cosa que el desprecio y la repulsión de la conciencia colectiva.

(Este artículo ha sido escrito especialmente para la radio cristiana CVCLAVOZ)

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