Al regreso de la pausa les voy a hablar de cómo salir de la amargura y lograr sanidad de las heridas en su vida, advierte la presentadora del programa radial. Por supuesto que no me quedo a escucharla. Sólo estoy chequeando que la radio esté saliendo bien al aire.

Me sorprende la persistencia de esta idea de la sanidad interior. Personalmente creo que tuvo su origen entre los creyentes de los países desarrollados quienes, habiendo superado largamente la línea de la pobreza o de la supervivencia que experimenta la mayoría de los otros países, tienen tiempo y espacio para pensar y sufrir angustias bastante abstractas la mayor parte del tiempo.

Acá abajo no hay tiempo para estas introspecciones. Hay hambre, desamparo, violencia en todos los estratos de la sociedad y una precarísima línea de defensa frente al terrorismo de Estado o de poderosos grupos minoritarios. La vida por acá está a precio de liquidación. En muchas ciudades hay gente que sale de su casa y no tiene la absoluta seguridad de que a la tarde regresarán al seno de su familia.

Vuelvo a recordar la escena que encontré una vez en el libro Las Islas de Jean Grenier; se refiere a aquel carnicero enfermo de muerte que replica a un pasaje del libro que su amigo le lee todas las tardes, en la que alguien habla en patéticos términos acerca de la vida y de la muerte: Ese debe ser uno que tiene todas las noches un buen bife para cenar.

Por otra parte, si tal cosa como la sanidad o libertad de la amargura y el dolor fuera posible, la vida cristiana sería una maravillosa y continua celebración de amor, solidaridad, comprensión, unidad y cooperación.

No hay que andar muy lejos para encontrarse con lo opuesto en las relaciones entre creyentes. En el país de donde provengo, hace treinta años existían mas de tres mil denominaciones cristianas. Un estudio específico que hicimos sobre el origen de tales unidades arrojó que eran divisiones de divisiones de divisiones de una única gran iglesia que había iniciado su trabajo evangelístico a principios del siglo veinte. Todas fueron provocadas por celos, envidias, conflictos de tradiciones y doctrinas y luchas intestinas de poder.

Si después de más de un siglo de historia persisten tales desencuentros, tal vez sea tiempo de echarle una revisadita al tema de la libertad absoluta del dolor y la amargura.

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