Tantas cosas que parecían importantes se fueron diluyendo entre brumas de olvido, decepciones y desencuentros. Inmensas preocupaciones que al final quedaron archivadas entre entonces y ahora, sin fecha de revisión. La inversión de tiempo asignada no fue honrada como se esperaba. Alguna explicación a destiempo o un gesto imperceptible las puso en el arcón de la memoria. Otras urgencias y prioridades ocuparon su lugar, nada más que para volver tarde o temprano a repetir la misma historia.

Veintitrés años por allí, diecisiete años por allá, otros once por aquel lado y se fue la mayor parte de la vida. Tanta materia inconclusa que no servirá mucho a la hora del panegírico. Tal vez alguien sugiera hacer una discreta mención de ello en el obituario. Ni siquiera los archivos que se esperaba constituyeran un testamento intelectual quedarán para la posteridad porque lo más seguro es que serán sumariamente enviados a la papelera a la hora del adiós.

A medida que pasa el tiempo uno se toma un poco más en serio y le va bajando el perfil a la seducción del éxito, a la tentación de las posesiones, a los espejismos del amor. Se da cuenta qué pobre es eso de creerse importante, imprescindible, especial. Que no era la cantidad lo que valía la pena. Que era mejor no hacer promesas ni avisar emprendimiento de sueños que con el tiempo quedaron inconclusos o se mostraron infértiles. Que se debería haber abrazado más y hablado menos.

No quiero que te lleves de mí algo que no te marque dice cierta canción. Si hay algo que le daría más valor a la vida sería haber ofrecido en las palabras y en las acciones alguna vida, alguna luz. Que lo que quede de uno en otros sea algo realmente profundo y no una memoria triste o un rencor no resuelto. Aunque de eso no se pueda tener un registro definitivo, a veces no más algún mensaje breve pero potente.

Qué era lo importante… Eso al final sólo lo responderá el tiempo.

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