Hay una escena en la película “Lo que el viento se llevó” en la que Ashley Wilkes confiesa su angustia por el tiempo ido y su incapacidad de confrontar el nuevo mundo que se venía después de la derrota del Sur en la Guerra de Secesión.
Los espíritus combativos ven en el presente y en el futuro la oportunidad para crecer y eventualmente triunfar sobre la adversidad; la mirada hacia atrás es vista como un gesto pusilánime. La nostalgia, para ellos, es cobardía.
Sin embargo, no es siempre así. “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aún llorábamos acordándonos de Sion” cantaron los antiguos judíos en el exilio. Esa mirada era un examen de conciencia, una reflexión sobre lo que deberían hacer para no volver a perder la belleza de un mundo como el que tenían. Desde este particular punto de vista, la nostalgia es una posición de madurez y de valentía para reconocer lo malo para, desde ahí, construir una nueva cultura.
¿Qué se llevó el tiempo? ¿Qué tesoros desperdicié? ¿Que pude haber hecho y no hice? ¿Y por qué Marcel Proust escribió sus mejores páginas sobre la búsqueda del tiempo perdido? ¿Cómo fue que pudo terminar sus varios volúmenes con el título “El tiempo recobrado”? ¿Se trata solamente de una indulgencia estética? ¿Un raro disfrute existencial de lo que bello que fue eso que se fue? ¿O es posible que esos recuerdos constituyan la materia para una nueva construcción, un titánico esfuerzo para darle sentido práctico a la memoria?
No lo sé. Pero hace rato que quería escribir algo sobre esa mirada hacia el pasado que me arruga el corazón y que me produce inevitablemente esa abrumadora sensación de la brevedad y de la fragilidad de la existencia. Como es bastante común en este rincón, resulta difícil encontrarle el lado edificante a palabras como éstas. Pero al mismo tiempo me anima la seguridad de que siempre hay quienes hallan en estas líneas un eco, un reflejo de sus propias cavilaciones, imposibles de ser expuestas en una atmósfera obsesionada con el triunfo y la mente positiva.
Releí, después de más de cincuenta años, dos novelas de aventuras. Y por más de un mes estuve sumergido no sólo en el mundo de esos libros sino en la memoria de la infancia. Semejante viaje a la nostalgia ha sido para mi mente sensible un sobrio reconocimiento de lo que el tiempo se llevó.

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