Se remonta la memoria a remotos episodios, a experiencias vividas antes de la devastación de los mocosos de Chicago y se nubla todo. No hay espacio para romanticismos desvaídos ni patéticas nostalgias. Sólo quedan ilusiones en al aire y palabras que en el tiempo se han perdido, según lo ha dicho José Alfredo Fuentes, el Pollo. Se busca entonces algún indicio en la piel, en los latidos del corazón, en el andar lento. Es el afán de hallarle sentido a todo esto, una razón subyacente, un hilo conductor.

Las fotografías se quedaron enredadas en alguna valija en las últimas mudanzas; en los archivos de la computadora sobreviven dos o tres registros. Es peor: si se miran bien, no se encuentra nada en esas imágenes que se relacione con lo que uno mira hoy en el espejo. Son otros personajes, otros mundos, desaparecidos para siempre, insanablemente mudos.

Miro hacia aquellos lugares andados tiempo atrás, en otros países, otros continentes. ¿Habrá allí algo que dé algún indicio para descifrar el arcano de la vida? Un café en la Gran Vía de Madrid, una calle silenciosa en Budapest, esas buganvillas universales en Israel, los platos exóticos de Hawaii, las cervezas con sabor a levadura en Stuttgart, los subterráneos llenos de calaveras en una iglesia colonial en el centro de Lima, el desierto lunar de Calama, las torres gemelas derrumbadas, el puente de Brooklyn, la gran barrera de coral, las calles de tierra rojiza de Lusaka y – siempre – la memoria de las alturas de Trafún, camino a Liquiñe. Nada nos acerca a la cuestión original, a la respuesta definitiva.

Encuentro en el libro de una amiga rusa esta cita: “…la idea misma de que el Bien no es capaz de vencer al Mal es insoportable para la existencia humana, y la utopía sobre la posibilidad de las relaciones humanas idealmente armoniosas (la que resultó inalcanzable en el mundo externo), debe ser construida adentro, en las almas.” (Vayl P., Guenis A.: Los 60: El mundo del hombre soviético). Es un raro sentimiento, pero tiene sentido cuando se mira alrededor. Ni siquiera el intoxicante entusiasmo sobre victorias eternas logra desplazar la tragedia de las relaciones irrealizadas, frustradas por esa inclinación que tenemos a hacer las cosas siempre mal.

Los pasos siguen perdidos.

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