Palabras sin tratamiento profiláctico. Expresiones que se atraviesan en las transitadas avenidas de lo establecido. Barricadas contra el discurso dominante. Faros que encandilan de frente a los eruditos con gafas de carey. Formulaciones verbales para tratar las materias contaminadas sin guantes ni mascarillas.

Tocaciones impertinentes a los conceptos sagrados. Abordaje inoportuno a las cuestiones que los señores quieren callar. Pronunciamientos que pretenden desmantelar los andamios institucionales. Continuas conspiraciones contra el orden de las cosas. Intervenciones no autorizadas por la junta ejecutiva. Cuestionamientos constantes a la rutina del lenguaje generalmente aceptado.

Las malas palabras incomodan a los mandos medios del sistema y desconciertan al asambleísta estándar porque lo correcto políticamente es mencionar las consignas y las frases hechas que componen los contenidos formales. Les enerva que no aparezcan los nombres sagrados y las menciones contantes a los viejos códices. Sobre todo, se desesperan porque no pueden descifrar los sentidos encriptados y las profusas referencias a los universos paralelos. Les perturba sobremanera el gusto por las producciones culturales de los otros. No comprenden el lenguaje ajeno y tampoco les interesa aprenderlo, ni siquiera en nombre de una posible comunicación con sentido común.

Las malas palabras no son insultos destemplados sino el modo de expresión de los que piensan distinto, cuyos argumentos no califican para entrar en el ranking de los libros más vendidos. No son improperios gratuitos sino intentos genuinos por nombrar lo innombrable y decodificar los significados que se ocultan tras los relatos de la historia oficial.

Las verdaderas malas palabras traducen al idioma de la calle los misteriosos jeroglíficos con que la nomenklatura esconde sus asuntos privados, sus reservados manejos institucionales y sus tratados secretos con el sistema imperante.

Las malas palabras ofenden a los monarcas, inquietan a los doctores del purpurado, incomodan a los jerarcas del concilio, molestan a los señoritingos que fungen como celosos voceros de los consejos cupulares. Porque las malas palabras son, ni más ni menos, el arma de sospechosos profetas embriagados con la ira, el delirante discurso de atrabiliarios conspiradores que se reúnen en oscuros cenáculos a comparar notas y soñar futuros alternativos.

Sí. Hay días en que se hace imprescindible pronunciar malas palabras…

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