“He aquí en definitiva la libertad, la única libertad pero también la más preciosa, de la que nos priva la cárcel: poder respirar así, poder respirar en un lugar como éste. Ningún alimento terrestre, ningún vino, ni siquiera el beso de una mujer, me resultan más dulces que este aire embriagado de flores, de humedad, de frescura … Dejo de oír el escape de las motocicletas, el aullido de las radios y la monserga de los altoparlantes … ¡Mientras se pueda respirar así, después de la lluvia, bajo un manzano, todavía vale la pena vivir!”

(Fragmento de La respiración en “Cuentos en Miniatura”, Alexander Solzhenitzyn).

Este precioso pasaje me remite sin transición alguna a una mañana lejana en el tiempo y remota en los mapas del mundo, cuando estudiaba un postgrado que nunca terminé. Había vivido hasta entonces bajo el despotismo iletrado – no ilustrado – de los epónimos diligentes. Por primera vez, con desgarradora claridad entendí que había sido un triste clon de fórmulas aprendidas y me decreté a mismo un estado de guerra permanente contra cualquier imposición conceptual. En cierto modo – la frase es muy cursi, es verdad -, fue como el primer día del resto de mi vida. Lloré horas tendido de espaldas debajo de unos manzanos silvestres, mi suéter quedó lleno de mocos y desde entonces respiro este aire distinto de una progresiva libertad.
Progresiva porque aquel fue apenas el comienzo. Los miedos y las costumbres tienen muchas vidas y no se dejan así no más. Las rejas más resistentes están en la cabeza. Cuarenta años de reglas institucionales se dejan sentir. Hace unos días me obligué a pedir permiso para no asistir a un servicio religioso en el sitio donde estaba de paso haciendo un trabajo profesional; no quería participar, pero no deseaba que se viera como falta de respeto mi evidente ausencia.
Mientras sigo leyendo las memorias de Simone de Beauvoir, me pregunto mil veces cómo es que dejé tanto tiempo que me controlaran la vida. Me martirizo con la idea de por qué no aflojé antes las amarras del ser. ¿No era desde siempre que sentía tan adentro el olor embriagante de la libertad, el magisterio danzante de las palabras y la urgencia de las cosas erizándome la piel todas las horas…?

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