Sucede, cada vez con más frecuencia, que me canso de la escritura “técnica”.

Las realidades materiales deberían ser ocupación exclusiva de gobernantes, jueces, empresarios, científicos y comentaristas de medios —entre otros—.

Soy convocado al oficio de la descripción y del análisis porque a la gente hay que recordarle la fragilidad de las cosas con números y razonamientos aleccionadores.

Así que siguen quedando pendientes mis materias esenciales, mis deseos más íntimos, las obligaciones fundamentales conmigo mismo.

Siempre van quedando pendientes.

Hasta que pueda jubilarme completamente no sólo de mis deberes profesionales sino de esta incómoda ocupación y pueda refugiarme en alguna quebrada profunda, bien meridional, en medio de arroyos, araucarias, helechos y nieblas matinales.

Quedan pendientes todavía mis escritos impublicables, lo que no se puede escribir aquí porque irritaría profundamente a las potestades superiores y a sus sagradas e intocables instituciones.

Todavía me falta el último viaje a la inmensidad de la estepa rusa, a la Gran Muralla, a la cuenca del Ganges, a la sabana, la tundra, la taiga y los manglares.

Habría que intimar más con Uri Youri, Ishdan, Paula Analuz, Amikam, Martín Alonso y Cristina Antonia, hijos e hijas de mis hijas. Aproximarme respetuosamente al imaginario de sus vidas y visitar sus pensamientos originales.

Re-visitar sin medida de tiempo ni distancia el universo de Ahinoam Ester, Paula Andrea y Cristina Alejandra, principio de mi vigor, saetas veloces de mi juventud. Reconocer —mejor dicho, volver a conocer— lo que alguna vez fuimos y lo que somos ahora, merced al oleaje de los años y refugiarnos por unas horas en alguna rada, protegidos de tormentas y turbiones.

La paz. Profundizar en el magisterio privado de la paz. Sueltos ya los dolores del miedo, la culpa y la vergüenza, establecer un perímetro en el que nunca más tengan entrada los reproches, los reclamos, las exigencias y los ajustes de cuentas.

Volver a mirar, seguir intentando el encuentro con Su palabra. Reconocer cuán leve (sí, cuán leve) es el susurro que hemos oído de Él. Ahondar todavía en el enigma de ese amor que abraza sin condiciones a todas y a todos. Reconocerme en Él hasta que el silbo suave y apacible de Su nombre lo abarque todo hasta el aliento final.

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