En el primer tiempo fue el cataclismo, la ruptura, el dolor diseminado. La arrancada vertiginosa de los hechos de la vida que parecían inmutables, que durarían hasta el fin de todas las cosas. Fue la violencia de las palabras, la rotura del corazón, el grito feroz del desamparo, el fin de todas las promesas y de todas las lealtades. No hubo linimento alguno. Hizo falta el bálsamo que aliviara el escozor de la piel. Escaseó el sueño, se hizo implacable de la tortura de la conciencia. Entonces la soledad fue una compañera indeseable, un estertor de madrugada, un infierno entre las sábanas, el sol que se hacía esperar eternamente.

Con los días vino alguna esperanza, el anhelo que todavía buscaba realidad. Fluyeron la poesía, la creatividad y los proyectos. Tal vez la vida regalaría otra oportunidad de compartir la piel y el sentimiento. ¿Avistaría por fin la luz de los faros lejanos para acercar el alma perdida a las orillas del descanso? No. Los puertos eran sólo estaciones para desestibar el peso de los días. Tenía uno que lanzarse otra vez a mar abierto para proseguir el viaje, porque todavía esperaba que en algún remoto atardecer en llamas las playas de Ítaca anunciaran el fin de todos los viajes y habría valido la pena la promesa hecha un amanecer entre lágrimas y sueños.

Finalmente vino el tiempo de la paz. De a poco entró en el hielo de los huesos el abrigo calentito de la soledad. Rotos todos los lazos comunes, liberado el corazón de los requerimientos del amor y conjuradas las obligaciones inevitables de los pactos permanentes, quedaba uno a disposición de una libertad costosa, definitiva, violenta y atrozmente conquistada. Fue la hora de firmar con sangre la declaración de independencia, instruir a los embajadores para responder vigorosamente a las exigencias del protocolo, anunciar que en este territorio la soberanía estaría desde ahora escondida de la inteligencia de los dictadores y que jamás volvería a someterse a nación alguna ni a extranjero dominio.

Sí, de verdad era el tiempo de la paz. Dolorosa, imperfecta, pero por fin inaccesible a los artificios y pretensiones del sentido común. Alejada para siempre del trajín de las oficinas, las alcobas y los santuarios…

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