Escribo lo que me queda. Lo que resta de mí está en estas palabras que todavía acompañan la vieja travesía. De a poco las ha ido inclinando el tiempo. Les ha ido suavizando el filo de la violencia. Salen con no se qué lentitud, con las alas cansadas. Ya no componen alocuciones escatológicas. No pronuncian más esa pedagogía que no era sino sometida repetición del antiguo canon.
Antes, las palabras me sacaban de la cama bien temprano. Me metían en medio de la refriega y eran en mis manos metralla veloz. Nos volvíamos disciplinada infantería y el griterío del combate nos calentaba la sangre. Estábamos embriagados de juventud…
Me metieron en problemas mis palabras. Solían ser muy irreverentes. Se les ocurría meterse en las oficinas del poder y nombrar las cosas. No se daban cuenta que había que hacer antesala. No sabían nada las pobrecitas de protocolos, reverencias y besamanos. Nunca les enseñé – afortunadamente – mis antiguas cobardías: soslayar, dar rodeos, llenar la sala de eufemismos y de vez en cuando deslizar una que otra lisonja. Mucho tiempo después les agradecí que nunca se hubieran sometido.
Una vez, por razones que no voy a explicarles, las encerré en el cuarto de atrás. Tenía muchas cosas que resolver en silencio. Tenía que decir cosas que no eran para ser escritas. Tenía que darme cuenta que las cosas no eran como parecían. Tenía la vida que trillarme hasta que perdiera toda ilusión.
Y en su riguroso encierro, mis palabras esperaron…
Pasado mucho tiempo las fui a sacar. Confieso mi temor de que al abrir la puerta de su involuntaria prisión salieran en tropel y armaran un lío fenomenal. Nada de eso. Primero, se me quedaron mirando. Entonces corrieron y me rodearon por todos lados, se me subieron por todas partes, me abrazaron y lloramos. Me parece que algo comprendieron del asunto porque no me hicieron reproches. Las noté diferentes, eso sí. Se me parecían mucho. No tenían prisa. No tenían pretensiones. Estaban un poco cansadas también.
Desde entonces, se vienen a mi escritorio tarde en la noche. Y entre risas y lágrimas vamos ensayando este viaje paralelo. Esta versión distinta de nosotros, llena de imágenes nuevas, frescas ironías, por ahí alguna magia poética… y harta paciencia.
A la mañana siguiente, nos levantamos más bien tarde y nos vamos a la plaza a tomar un café.

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