Constantes pulsiones del alma que siempre salían por cualquier esquina del tiempo, eso era mi prosa poética. Se presentaban sin anunciarse y había que improvisar en una servilleta en la mesa del café o había que sentarse en el andén del metro y garabatear unas frases apresuradas en el infaltable cuaderno de la mochila. Me encontraba con los temas de pronto y esas visitaciones no me sorprendían nunca.
No importaba si era el esqueleto de un barco oxidado, escorado a babor en una playa gris de la isla Tenglo o la casa de la Margarita en Coronel cuando me senté en la solera de la calle para dibujarla y fotografiarla con versos en lápiz de punta fina. Esas palabras venían siempre con prisa, eran urgentes, requerían atención inmediata. Solía ocuparme de ellas con fruición, sea que se tratara de los grandes movimientos de la mente contemporánea o no más de la hojita aquella que la brisa de otoño movía en caprichosos giros en la acera del bulevar sin importarle la gente que pasaba tan de prisa.
Ha pasado tanto tiempo. Me di con todo a la tarea de escribir ensayos de la realidad, me acostumbré a los discursos técnicos y a las orientaciones profesionales; entré en el circuito de los habladores de materias exactas del alma y de los conferencistas de las causas perdidas. La palabra se hizo rígida, vertical, impersonal; se puede hablar de tantas cosas sin que ellas te toquen en lo más mínimo la esencia del ser. Contemporicé con la idea de que el que habla a mucha gente se puede desdoblar y maniobrar a prudente distancia del sentimiento el volante de las ideas que a la mayoría de las personas les parecen importantes. Aunque como observan algunos cercanos a mí, por ahí siempre me traiciona la vieja pasión y me embriaga el veleidoso licor de los iluminados. Pero ese es un misterio que me excede siempre.
Si no fuera que tengo el privilegio y obligación de producir cuatrocientas palabras varias veces por semana para este espacio, tal vez esa prosa interior hubiera muerto de inanición. Estos exilios raros en los que me suelo meter pasan la cuenta a veces porque hay demasiado movimiento, hay mucha ansiedad, hay exceso de imprevisión y tanto se atropellan las cuestiones existenciales que no sale una sola frase que valga la pena. Estoy seguro que la persona perceptiva advierte esto que pasa y se marcha a otros sitios más interesantes o bien espera con paciencia que se encienda de nuevo el fuego fatuo y arroje alguna luz…

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