Aylan Kurdi no se llamaba Aylan, sino Alan y tenía dos años, no tres. Apareció muerto una mañana en una playa de Akyarlar Bodrum, Turquía. Vestía un remerita roja, unos pantalones cortos de color azul y zapatos negros.

Un malintencionado político conservador australiano dijo que llevaban al niño a una clínica dental a Europa, lo cual no sólo era falso sino una patética justificación contra la inmigración. Escapaban de las garras del estado islámico que había invadido Kobane, ciudad kurda del norte de Siria.

Una detallada lectura de la situación de los refugiados arroja datos que estremecen. Según ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) hay unos 5,6 millones de ellos en la región, de los cuales 2,6 millones son menores de edad.

De acuerdo a la misma fuente “seguir llevando a cabo programas básicos de ayuda en Turquía, el Líbano, Jordania, Irak y Egipto hasta finales de año harían falta 196,5 millones de dólares. Aquí se engloba asistencia económica en efectivo, protección, sanidad y cobijo.”

UNICEF estima en 50 millones los menores de edad desplazados por el mundo debido a la guerra, el hambre y la falta de oportunidades.

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La catedral de Notre Dame, patrimonio de la humanidad, se incendió hace unos días en París. Su construcción tomó unos 180 años a partir de 1163. El mundo miró asombrado cómo el techo y luego la torre, construida alrededor de 1850, se desplomaban consumidas por el fuego.

Tres días después ya se habían comprometido más de mil millones de dólares en donaciones para su pronta reconstrucción. La humanidad no puede prescindir de tal patrimonio.

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Queda para la reflexión cuánto ayudaría que grandes fortunas fueran donadas para disminuir el sufrimiento de otros millones de seres humanos, de los cuales más de la mitad son niños.

Pero entendemos el problema. Nunca queda claro cuánto de los dineros enviados para ayudar a los pobres y necesitados del mundo se convierte efectivamente en acciones concretas de transformación: dirigentes, funcionarios, técnicos e instituciones se van quedando con buena parte de esos recursos.

Y es difícil además que esas donaciones queden registradas en una placa en el muro para recordatorio permanente del alma generosa. El nombre del donante se hace invisible en la protección, sanidad, cobijo y planes sociales en beneficio de los pobres y necesitados de este mundo.

Niños del mundo: la humanidad no puede prescindir de tal patrimonio.

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