“¿Es cristiano? ¿Está herido?” Así le preguntan a mi amigo Angel algunas personas que escuchan mis diálogos de los jueves en el programa “Mas Vale Tarde” de CVCLAVOZ; en ese espacio, como varios de ustedes ya saben, comentamos los artículos que publico en este blog. Me sorprendía antes esta reacción; ahora solo me duele. Es tan común en nuestro mundo evangélico el que las personas busquen algún motivo “malo” cuando alguien propone una mirada crítica a la cultura y a la vida de los creyentes. Es tan difícil para ellos entender la búsqueda que va más allá del discurso – o aparte del discurso en este caso.

Cuando mi amigo mencionó en nuestra entrevista que le llegaban esas preguntas no pude evitar recordar cuántas veces he oído esta cuestión por parte de alguna gente que lee o escucha lo que digo: “¿Qué le pasa? Este hermano tiene que estar mal para hablar así”. Están tan acostumbrados a escuchar puras maravillas de una vida que, como todas las vidas, tiene sus lados oscuros y está expuesta a la fealdad de la raza caída, que no pueden entender que se hable de ellos con la misma naturalidad con la que se cuentan las bendiciones.

Me voy a permitir ignorar aquello de si soy cristiano. Si no fuera tan flagrante la falta de respeto al pensamiento diferente tal vez ensayaría una respuesta.

La segunda cuestión me intriga siempre. Estar herido, ¿descalifica, deslegitima lo que uno tenga que decir? ¿No es válido, no tiene fundamento hablar desde el dolor lo que uno siente como verdad? ¿Desconoce esa gente su Biblia, donde tantas veces los profetas describieron la angustia de su tiempo, por no mencionar a Dios y a Jesús mismo llorando por el pueblo y a veces increpándolo duramente? Los profetas, como nosotros, fueron gente de carne, hueso, nervios y emociones. El enojo que expresaron en sus palabras, ¿no les valió, además del desprecio y de la muerte, que sus palabras quedaran grabadas a fuego como testimonio viviente a las generaciones futuras?

No me comparo con ellos, ni mucho menos. Pero reclamo como ellos el derecho a decir lo que me duele y lo que -me parece- arroja una luz mala sobre la gente que cree que está viendo a Dios en nuestros equívocos y malas acciones.

El dolor, lo hemos afirmado aquí muchas veces, puede ser un saludable ingrediente para la exposición de la verdad.

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