Acompaño a mis amigos a San Antonio, en la costa chilena, para ir a comprar pescado. De pronto, me doy cuenta que estamos entrando a Cartagena. Cada vez que nombro este balneario tengo que aclarar que no es la Cartagena de Indias, aquella perla brillante y antigua de las costas de Colombia, llena de historia y de sugerencias dentro de sus muros coloniales.
Esta Cartagena es un remanso pequeño en medio de la salvaje pronunciación del Pacífico helado, profundo e inmenso. Carece de esa fiebre tropical de la otra Cartagena, por más que esté invadida de sones de bachata y otros ritmos del verano. Con la nariz pegada a la ventanilla en el asiento de atrás, veo la Playa Chica, la Terraza y hacia el cerro, la callecita en subida que llevaba hasta la cercana Residencial Peña (hoy inexistente) donde pasé algunos de los primeros veranos de mi vida.
En cinco minutos retorné a más de cinco décadas atrás, cuando Cartagena era un refugio de veraneantes de la acomodada clase media y de algunas familias más alto en la escala social. Allí llegué una vez en Pullman Bus, con cinco años, parado en el asiento junto a la ventana para ver por primera vez una inmensidad incomprensible y casi aterradora, que parecía apenas tener fin en la línea imperceptible del horizonte en un encuentro imaginario con el cielo más claro.
Apenas instalados en la residencial, mi primer y más intenso deseo era ir a la playa, a sentir el mar. Le insistí al tío Carlos que quería ir a “mojarme las patitas.” Estaba vestido con mi traje de salida, de pantalones cortos, soquetes blancos y zapatos de colegio. Una vez obtenido el permiso, me descalcé lo más rápido que pude y fui a la orilla, llena de bañistas y sonidos desconocidos.
No supe qué paso. Me encontré arrollado y sumergido en un torbellino de agua salada, arena y terror. Me veo sacado de los brazos por una pareja de bañistas y luego subiendo por la callecita empinada hacia la residencial, llorando a grito pelado, sin entender los retos del tío, chorreando agua por todas partes.
El mar me había encontrado. Desde entonces, hasta hoy, no quedamos muy amigos. De lejitos no más…