De nuevo añoraba el camino… La huida, el extrañamiento feroz.No lograba entender cómo funcionaba este mundo. No sabía jugar ajedrez, no sabía armar estrategias. Su palabra salía simple, ingenua, a veces hasta la estupidez. No tenía esa habilidad de, merced a un artificio del cálculo, comprender las operaciones que tienen lugar en la mente de las personas y preparar reacciones temperadas e inteligentes.

A veces le decían que se hacía mucho la cabeza. Pero siempre se sentía a contrapelo de la vida. Todo era muy complicado. Añoraba retornar muchas veces a aquellas cosas simples que hacía de joven, sentir aquellas cosas que lo hacían feliz: escribir en una servilleta de papel, en un café del centro, un poema breve y sensible, profundo hasta las lágrimas. Volver a sentir el arrebato de esas tardes de sol, que levantan una bruma incomprensible entre los árboles, esa iridiscencia que lo transportaba a un mundo irreal, único, donde todos los sueños eran posibles, donde toda la paz era encontrada, donde el tiempo se acurrucaba a su lado y se quedaba quietito y silencioso…

Caminar bajo la llovizna de julio, como que le limpiaba el peso de la vida, como que le lavaba el rostro de lágrimas y melancolías sin nombre. Volver al viaje, al camino, a ese no pertenecer por unas horas al mundo lineal de las horas; librarse de la esclavitud del tiempo y quedarse suspendido en un kairós interminable.

Quería retornar a los días sin televisión, cuando lo ahogaba la marea de los libros, cuando tenían sentido las conversaciones porque abrían puertas y porque encendían alguna luz pasajera en la oscuridad de las preguntas. Extrañaba los días en que no le importaba la pérdida de una llave, una agenda, un reloj. Eran los días del arco iris, de la noche cómplice, no como ahora, que era un verdugo cuyo martirio se prolongaba por ocho negras horas en su habitación.

Quería que llegara el día en que no le debiera a nadie nada, excepto su alegría de vivir y de morir en paz…

(Publicado en junio de 2013)

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