La antigua esquina de la farmacia devino rincón para el retiro fugaz, espacio para la palabra temperada, las miradas disimuladas, el diario de la ciudad y la hora del café. De todas las horas delicadas, de todos esos instantes en que uno respira y se sube a la vereda de la alocada avenida del día, Rigoletto es cómplice codiciado, discreto acompañante, inamovible referencia edilicia.
Rigoletto acumula las arrugas del tiempo y la lozanía de la juventud. Nosotros los viejos vamos ahí a hallar la huella perdida de la inspiración, a renovar la artesanía de la conversación; los jóvenes van a medio hablar mientras atienden ensimismados las pantallas de sus teléfonos. Y también son jóvenes los que nos acercan el café, los bizcochos, la sonrisa y de vez en cuando una confidencia. Crisol de edades, nos reconcilia un poco con la paz en medio de la locura presente de existir. Me alegra saber que ahí, tan cerca, dispone uno de un refugio, de un abordable kairós, de una excusa para perderse un rato o unas horas.
Sea que haya que escribir un artículo o un poema, revisar los titulares de los diarios, mirar a la gente que pasa, ensayar un té de autor en lugar de un cortado en jarrito, resolver un problema de relaciones humanas, sacar un trabajo urgente o pensar en la solemne imortalidad del cangrejo, Rigoletto tiene todo el tiempo del mundo para dejarnos hacer eso ahí.
Claro, hay otros lugares en la ciudad, otros interesantes escondites donde extender el arte de vivir. Pero uno se aclimata, se hace animal de costumbre allí donde no hay exigencia ni condiciones y la atmósfera toda conspira para que el asunto se vuelva simple y personal.
Apegado a mi antigua manía de hallar en cada lugar donde vivo un sitio preferido, un escape perfecto, resolví hace algunos años adoptar a Rigoletto, aunque a estas alturas más tengo la impresión que él me adopto a mí. Casi me parece que sonríe cuando entro, sea por la puerta de los proveedores, la del teatro o la puerta principal.
Allí reedito el reencuentro con el Café de la Plaza, el Paula, el Irlandés, el Harmonia, el Sahara, el café del Hotel Korona, el Waterfront Row, el Folia, el Café de los Poetas y otros lugares donde la vida se aquietaba y recuperaba para mí su necesaria cordura…

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