…Y así seguimos remando contra la corriente empujados sin pausa hacia el pasado. Es una imagen maravillosa, que representa la condición humana. El pasado es un refugio seguro, una tentación constante y, sin embargo, el futuro es el único sitio donde podemos ir.”

(Marcela Serrano, “Natasha” en Diez Mujeres)

Si ustedes han seguido hasta aquí esta serie de artículos que comenzó el año 2012 recordarán varios títulos relacionados con el paso del tiempo, la nostalgia, la infancia, la inocencia; en suma, el pasado. Este pasaje de Marcela Serrano sin duda me ha descubierto. Pienso ahora que no es sólo una condición de las personas que van envejeciendo; tuve nostalgias del tiempo ido aún siendo un adulto recién salido de la adolescencia.

La atracción del pasado se explica, para mí, en el amparo que ofrece. Actúa como un linimento para el dolor del presente. Es la búsqueda de alguna inocencia, el consuelo de algún regazo tibio y sereno en el cual me escondí alguna vez, porque no conocía aún la rugosa y dura superficie de la comunidad humana adulta, con sus reglas y condiciones, con su letra chica, con sus cláusulas que vaporizan de entrada la ilusión de lo bonito. Con su técnica inevitable. Con su crudo realismo: “y, sin embargo, el futuro es el único sitio donde podemos ir”). Y sí. Así es no más…

Hace algunos años, en “Blues bajo la lluvia” hice un anticipo de mi futuro que a más de alguien puede parecer sombrío. Pero está lleno de honestidad (si me permiten la indulgencia de decirlo yo mismo):

“… A la hora del naufragio sólo quedará la razón de la conciencia, el informe lapidario de la realidad vivida; los sueños, las ilusiones, la pasión desbordada tal vez sean consultadas, pero sólo como evidencia circunstancial que difícilmente podrá aligerar el peso del resultado final. Testigo de cargo será la bitácora de los días y la prueba número uno para la fiscalía será sin duda el retrato del cuerpo doliente, triste vestidura de antiguas prestancias y energías disminuidas.

En el momento definitivo no hay manera de pedir perdón. Las palabras finales tienen un dramatismo hasta cierto punto inservible: son sólo palabras. Alivian algo, lo que nos recuerda que para sanar estaba la vida, pero uno la ocupó en el vértigo del yo desbordado, en la intensidad del cuerpo, en los negocios urgentes que demandaba el tiempo.”

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