Como ya debo haber dicho aquí, resulta que le gané la guerra al miedo, la culpa y la vergüenza.

No es una declaración menor. La vieja mochila del pasado se te pega a la espalda, sanguijuela invisible que te chupa las fuerzas y la esperanza.

Zafarse de los temores antiguos, patear de una vez por todas las condenas de la tradición y la palabra mal entendida, reconocer nuestra desnudez como una condición universal. Esta es la crónica del nuevo tiempo.

El estúpido peso de las cuestiones en las que te han instruido se despeña por las orillas del libre conocimiento. La vida se levanta en alas de una exégesis inteligente y renovada. La memoria se desprende de la rémora de los días con la fuerza de una libertad recién inaugurada.

Hay victorias que no son emocionantes o intoxicadas de alegría. Son tensas y agotadoras. Porque no sólo se lucha contra los propios fantasmas sino contra los juicios del sistema y contra la vigilancia de los guardianes que espían cualquier asomo de rebelión.

Sí, porque no es otra cosa que rebelión vencer el obstáculo de la tradición y la sagrada pedagogía inventada por los hombres. Es una insurrección premunida con las armas de la libertad y la esperanza.

Pero, ¡cómo te envidian la libertad!

Te endilgan versos aleccionadores, te recuerdan los teoremas de la institución, te pronostican fuegos interminables. Porque el miedo, la culpa y la vergüenza se resisten a abandonar su brutal magisterio, su oscurantismo milenario.

Pero ya en el crepúsculo del tiempo pude darme cuenta de la precariedad de sus fundamentos, de la debilidad de sus argumentaciones, de la ridiculez de sus pretensiones.

Saludo la victoria final.

El que lea, entienda.

Y el que no, que no.

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