Hace unos días murió la hermana de un amigo. Como se suele decir para aliviar el peso de las explicaciones, era un desenlace anunciado por una dolencia terminal. Pasó el fin de semana y hoy volvimos a nuestras rutinas. La muerte de la tía quedó atrás lo mismo que el partido del jueves, el diario del fin de semana y el asado del domingo.
Hasta hace unas decenas de años atrás la muerte de un pariente era un acontecimiento social de proporciones bíblicas. Velatorios en las casas, alojamiento para los parientes que venían de lejos, abundante comida y bebida, tertulias interminables amainando el frío de las tres de la mañana con “gloriado” y café con aguardiente, una señoras de negro que nadie conocía pero que lloraban más que todos juntos, las condolencias aprendidas desde antiguo (“ayudándole a sentir”, “así es la vida: hoy día somos y mañana no somos”, “tan buena que era la finada”). Así, la muerte era tan parte de la vida que era necesario rendirle copiosos honores.
Hoy las cosas han cambiado. Quizá a causa del influjo de la cultura del llamado primer mundo, la muerte ha sido maquillada para que se presente como un acto estilizado, aséptico. Se habla de “ya no está con nosotros”, “se fue (con el Señor, para los cristianos)”, “partió”. Decir “se murió” es casi una grosería, una incorrección política. No se puede entender, en esta nueva estética de la muerte, eso que uno ve en la televisión cuando muere alguien en el Medio Oriente: el cuerpo amortajado llevado en una tabla en alto y la multitud gritando y llorando a los gritos. No hay correlato entre nosotros para esa devoción de los pueblos africanos o del lejano oriente hacia los ancestros y su supuesta influencia en los asuntos presentes.
Hoy queremos que nos cremen, nos incomodan las ceremonias lacrimosas y dolientes que, aparte, son harto costosas. Sólo café y galletitas en el salón adyacente al velatorio en la casa funeraria. Mientras más pronto terminen los trámites mejor. Mañana en otro día. Qué va a hacer, así es la vida.
No queremos reconocerla aunque está tan presente entre nosotros. La vemos todos los días en la televisión. Visita a nuestros ancianos padres y madres, tías y amigos. Nos espera paciente en una esquina de la ciudad, en un diagnóstico feroz, en una cama de hospital.
Es sólo cuestión de tiempo.

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