“Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” Romanos 5:8 (RVR1960)

Había una vez un puente que atravesaba un gran río. Durante la mayor parte del día el puente permanecía con ambos carriles en posición vertical para que los barcos pudiesen navegar libremente. Pero a determinada hora, los carriles bajaban colocándose en forma horizontal con el fin de que los trenes puedan cruzar el río.

Un hombre era el encargado de operar los controles del puente desde una pequeña choza que estaba ubicada al lado del río. Una noche, el operador estaba esperando el último tren para activar los controles y poner al puente en posición horizontal; vio a lo lejos las luces del tren y esperó hasta que estuviese a una distancia prudente para bajar los carriles del puente. Cuando advirtió la cercanía del tren, se dirigió a la cabina de control donde horrorizado descubrió que los controles no funcionaban correctamente y que el seguro que sujetaba la unión entre los carriles ya colocados en forma horizontal se malogró.

Existía el peligro de que con el peso del tren, el puente no podría mantenerse firme pues los carriles tambalearían y ocasionarían que el tren se estrellara directamente en el río.

El tren traía muchos pasajeros a bordo por lo que muchas personas morirían inmediatamente en el accidente. Había que hacer algo. El operador abandonó rápidamente la cabina de control, cruzó el puente para dirigirse al otro lado del río para accionar una palanca manualmente, la cual sostendría los dos carriles del puente. El  hombre tendría que bajar la palanca y sujetarla en dicha posición con mucha fuerza hasta que el tren pasara el puente. Muchas vidas dependían de la fuerza de este hombre.

Fue entonces cuando escuchó un sonido que provenía muy cerca de la cabina de controles y que hizo que se le helara la sangre. “Papi, ¿Dónde estás?”, escuchó repetidas veces. Su hijo de tan sólo cuatro años de edad estaba cruzando el puente para buscarlo. Su primer impulso fue gritar “corre, corre” pero se dio cuenta que las diminutas piernas de su pequeño jamás podrían cruzar el puente antes de que el tren llegase. El operador casi soltó la palanca para correr tras su hijo y ponerlo a salvo, pero comprendió que no tendría suficiente tiempo para regresar. Tenía que tomar una decisión: la vida de su hijo o la vida de todas aquellas personas que estaban a bordo del tren. La velocidad con que venía el tren evitó que los miles de pasajeros que venían en él se diesen cuentan del diminuto cuerpo de un niño que había sido golpeado y arrojado al río por el tren. Tampoco fueron conscientes de los sollozos y dolor de un hombre que había sostenido la palanca y mucho menos vieron a ese hombre destrozado que caminaba en dirección a su casa a decirle a su esposa, que su único hijo había muerto brutalmente.

Para que todas esas personas que viajaban en el tren se salvaran tuvo que morir un niño contemplado por un Padre destrozado por el dolor. De la misma manera, Dios amó tanto al mundo que dio a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Juan 3:16 (NTV)

Aunque no todos lo vimos morir, Jesús vino a rescatarnos, murió y resucitó al tercer día para redimirnos con su sangre del pecado (Efesios 1:7) Si hasta hoy no valoraste este gran sacrificio, te animo a que puedas hacerlo este día, porque lo que hizo Jesús por ti y por mí es la mayor muestra de amor que podrás ver.

Oremos:

Dios amado, gracias por tu amor y por todo lo que has hecho por mí, perdóname si hasta hoy he corrido por la vida sin tener en cuenta tu sacrificio. Reconozco que muchas veces te he ignorado y no he valorado tu sacrificio. Por favor entra en mi vida y toma control de todo mi ser. Me rindo ante ti, mi Señor y Salvador.

 

 

El siguiente crédito, por obligación, es requerido para su uso por otras fuentes: Este artículo fue producido por Radio Cristiana CVCLAVOZ.

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