La sutil arruga del almanaque, ese testigo implacable. “Usted se ve joven todavía”, con ese “todavía” que – nos hace notar Benedetti – suena como una sentencia. La hojarasca de los desencuentros que cruje bajo los pies cansados. La experiencia que apenas le sirve a uno porque la vida del otro es otra, así de simple. Las palabras que en el tiempo se han perdido. Ese nunca más que igual volvió a pasar. Ese siempre que duró nueve semanas y media.
Las lealtades, las viejas lealtades que no resistieron el peso de la mente turbada y de las distancias imprescindibles. Toda aquella parafernalia de discursos, proclamas emocionadas, compromisos solemnes que no alcanzó a la hora de las esperanzas. Las dudas tenaces sobre los viejos asuntos y las convicciones recientes que también van a morir en el altar del “así es la vida”. La persistencia del esqueleto como precaria evidencia del ser que éramos.
Esas ganas de irse y la comezón de regresar. Recoger todo y mudarse para volver a armar todo de vuelta. El aeropuerto, la terminal de ómnibus, la estación del tren, el camino, el viaje impenitente. Esa paradoja de costumbre y desapego con espacios y lugares. La esquiva adquisición de un lugar en el mundo. Las ilusiones perdidas.
La creciente adversidad entre el deseo y las realidades del cuerpo. Los sofisticados procedimientos para detectar sus inclementes y poco elegantes asuntos. La creciente intolerancia a las cosas que siempre fueron parte de la vida. El imprevisible humor de glándulas, conductos y mecanismos corporales. La cruda constatación de la suma de los días.
La persistencia de la memoria, la patente fidelidad de sus registros: lo querido, lo tenido, lo perdido, lo retenido, lo abandonado, lo deseado, lo detestado. A veces se cosecha lo que nunca se sembró; otras veces, en vez de frutos abundó maleza y polvo. Personas, motivos y sensaciones remotas aparecen de repente en el sueño intranquilo con su rémora de nostalgias y miedos.
La esperanza, que no aprende lecciones, reverdece alguna mañana y perfuma un poco los días. Una frase ingeniosa, un cumplido inesperado, un agradecimiento tardío endulza de tanto en tanto las cosas. A veces, los viejos lugares, los sitios de antes, algunas personas queridas alisan un poco la agreste superficie de los años.