(En forma excepcional y a pedido de mi amigo Angel Galeano, voy a escribir algunas notas sobre asuntos que se conocen como “de edificación”; espero que mi rendición tenga un carácter distinto al tratamiento convencional.
Excepcional porque hace un buen tiempo dejé de tratar esos temas. Creo que hay hartazgo de materias que tratan de los mismos en libros, devocionales, cursos de discipulado, canciones, entrevistas, contenidos de programas; no hay objeto de agregar más volumen. Por otra, me parece grave que después de diez o veinte o treinta años de vivir en los círculos evangélicos la gente siga necesitando esas materias una y otra vez para entender la vida cristiana y andar en ella. Algo parece andar mal en el sistema).
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Hay dos momentos estelares en la Biblia que tratan con eso de “apártate” y que reflejan un contraste que me interesaría mencionar. El primero se halla en Isaías 65:5 y tiene la magistral frase “Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” dicha por gente que teniendo una fachada religiosa impecable, su integridad deja mucho que desear según se desprende del contexto en que se lee. Es un lugar común en la vida el que muchas personas que pretenden una espiritualidad superior al resto no son más que una patética imagen farisaica de inhumanidad y desamor.
Un instante dramático y muy distinto se encuentra en Lucas 5:8: “… Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.” Jesús no había sido para nada autoreferente; sólo le había expresado su amor haciendo un milagro que tenía un gran efecto en su quehacer laboral. Es uno el que se ve a sí mismo empobrecido, caído frente a la simple y bella realidad de ese hombre singular.
La santidad autoproclamada no hace otra cosa que discriminar, calificar, separar, señalar, rechazar y es practicada por muchas más personas de las que querríamos admitir en una tribuna pública. Es difícil rastrearla porque los “santos” no dicen que son santos pero miran al resto del mundo desde arriba.
La otra realidad, la del inevitable reconocimiento de nuestra precariedad moral, de nuestra triste insuficiencia para amar nos acerca naturalmente a los otros y de algún modo abre un camino para un diálogo humano. No soy muy bueno, ni bueno, ni casi bueno. Eso es todo lo que hay.