Es muy probable que una de las razones por las cuales es tan difícil escribir con un verdadero sentido de realización sea que hay en el mundo demasiado material de lectura que no dice nada realmente valioso, o muy poco.
Cuando estudiaba en la universidad, un profesor de filosofía nos hizo saber que a San Agustín le había tomado trece años escribir “La ciudad de Dios”, esa obra monumental que habiendo ya traspasado siglos sigue siendo una pieza de excepción, sea que uno la admire o abomine de ella.
Por cierto no es el único caso. Pero aun así, siendo que en el mundo se publican casi 5000 libros ¡diarios! y que son apenas estrellas fugaces en el vasto firmamento literario, las buenas obras resultan una ínfima parte del todo.
Es por eso que uno debe contentarse con el hecho de que artículos como los que publico aquí, de harto modesta factura, pasen suficientemente inadvertidos; así, el daño a la buena literatura resulta significativamente pequeño. A veces reviso parte del casi medio millar de artículos que ya he publicado en este blog y es aleccionador darme cuenta que todavía les falta para ser literatura que perdure en el tiempo; tal vez haya algunos que lo sean pero no estoy en posición de juzgar eso.
Suplico a mi amable audiencia que no considere estas palabras como un despliegue de falsa modestia. Ya tengo demasiados años como para andar fijándome en apariencias – aunque el mundo evangélico suele ser feroz en exigir que uno las guarde. Lo que quiero decir es que a estas alturas es más fuerte la necesidad de reconocer realidades que recibir elogios. Debo haber leído por ahí que las personas pasan y con ellas los elogios recibidos, pero sus obras quedan. Pero si uno lo mira bien, las obras que quedan son aquellas que resisten el fuego. El resto no será más que hojarasca, paja o madera.
Ni más ni menos.