“El amor era…”
Era la frase final que buscaba para la nota de despedida. Había adquirido un pasaje definitivo hacia la soledad y estaba a punto de abordar el vuelo. Aquella decisión in extremis, pensó, pondría fin a las lágrimas de esa última madrugada rumbo al aeropuerto. Pero quería dejar algún registro de esa complicada historia.
“El amor era…”
El licor de la imaginación desatada navegando por las venas, llenando todo de una tibia humedad. La masiva inundación de palabras que sueñan, que dibujan metáforas donde otros sólo ven tierra, agua y cielo. El alborozo de las emociones desatadas, la tersura de la piel, el desborde del sexo, la noche perpetua, el reloj que no marca las horas, la luz tenue de la habitación. Los proyectos compartidos, la esperanza sin límite, el optimismo a ultranza, las esperas ansiosas, los encuentros. La canción que era de nosotros, las miradas inteligentes, las palabras que no era necesario decir, las risas ahogadas, los juegos que habíamos inventado.
“El amor era…”
Las preguntas sin respuesta, los silencios, la confianza rota, la decepción que crece lenta y se enquista en lo más profundo de la conciencia. Los momentos sublimes, las peleas colosales. Los proyectiles de la razón disparados a destiempo y que no hay manera de detener. Los argumentos del sentimiento que no valen un comino a la hora de explicarse. El martirio de las noches en blanco, las lágrimas en dos cubos de hielo y el humo en los ojos. El temblor incesante, el miedo, los celos. Las heridas abiertas, los moretones. El cansancio, la pena, la cruda luz del alba, la ropa tirada, las cuentas sin pagar, los años que pasan, las arrugas infelices, el tapiz gastado de los sillones, los platos sin lavar, el espejo roto, las ganas de no tener más ganas. Las conversaciones que se arrastran a la hora de la cena, las fotografías viejas que dicen algo pero ya no recordamos qué, el beso frío de la mañana, la rutina de los cuerpos vencidos. Las exigencias de las instituciones, las sonrisas inventadas. La reunión familiar, triste procesión del buen comportamiento y los lugares comunes. La comparsa repetida de las reuniones sociales, las miradas clandestinas, las fantasías secretas. El cansancio, el inmenso cansancio.
Por fin, decidió no escribir nada. Cerró su viejo maletín de mano, abrió la puerta de calle, echó una última mirada a la silenciosa sala y se perdió en la neblina de la madrugada…