Hoy me fijé que al lado del grafitti “Estar solo no es casualidad” (que motivó el artículo anterior a éste) hay dos más: “Chávez vive” y “La calle no calla.” La palabra es esencial en la vida humana. Es propia de nuestra especie y se manifiesta aún desde antes que sepamos leer o escribir. Sí, no me voy a referir esta vez al contenido de esos otros dos grafittis, por una razón que será evidente en seguida.
Como todas las cosas maravillosas de la vida, la palabra tiene una debilidad: cuando se la usa en exceso, cuando se la manosea para obtener respuestas emocionales por parte de la muchedumbre, cuando lo que dice jamás se realiza, la palabra se hace estéril. Se convierte en un grito del silencio. Se destruye su contenido.
Los medios de comunicación, las predicaciones, los discursos políticos, las frases empalagosas de Power Point y otros mensajes de Internet, el rayado en la pared y las pancartas (entre otros) suelen apelar a frases que en su nacimiento fueron poderosas palancas para el cambio, la revolución o la libertad, pero que de tanto ser repetidas mueren en el instante mismo en que son vistas u oídas.
La palabra pierde la vida en el discurso político. Las promesas, la frase elocuente acerca del pueblo, la justicia, el orden, el progreso o la educación son caballos de batalla que adquieren una fuerza inusitada, especialmente en la boca de hombres y mujeres que manejan con maestría el recurso de la oratoria; esas personas pueden estar diciendo la estupidez más grande del mundo, pero lo hacen de tal manera que a uno todavía se le erizan los pelos al oírlas. Es la magia de la palabra, sin embargo muerta ya en su sola pronunciación.
Lo mismo vale para la predicación. Tanto hablar del amor, de la lealtad, del servicio, de la solidaridad, de las bendiciones de la vida del creyente, de impactar al mundo con la verdad; luego, tanto ver el rotundo mentís que la conducta de los creyentes da a aquellas emocionantes afirmaciones…
Desde la modestia de este espacio, rendimos honor a la palabra perdida, al vocablo traicionado, al discurso estéril, porque seguimos creyendo que vivirán al menos en la memoria de los antiguos combatientes; seguimos creyendo – también – que los nuevos combatientes de la palabra la redimirán para las próximas generaciones.