De los hallazgos personales del pasado emergen estos encuentros que renuevan antiguas conversaciones, sentimientos olvidados, impresiones que habían quedado profundamente arraigadas en el alma. Encuentros que son un viaje al hombre que fui porque así me recuerdan amigas y amigos. Episodios revisitados que certifican lo que siempre cambia y aquello que permanece intacto porque está más allá del tiempo y de las circunstancias.
A uno le queda la impresión que las personas son las mismas porque fue uno el que se marchó, fue uno el que no estuvo. Uno fue el que anduvo por las provincias del mundo y se aferró a los recuerdos porque daban cuenta de algunos días felices. Y cuando regresa a ver las personas queridas no se da cuenta que cambiaron, igual que uno.
Hubo una época en la que me sentía feliz porque no me daba cuenta que era infeliz”. La frase salió así desde el asiento trasero del auto de mis amigos. Yo la había dicho, pero tuve la impresión que había sido pronunciada por otro yo, por otro de los variados personajes que, según una amiga querida, me habitan desde hace tiempo.
Cuando me di de frente con el hecho de mi tristeza de décadas y no era – según yo – demasiado tarde para alejarme para siempre, debe haber sido ahí que recurrí a los recuerdos de la gente querida porque estaban en mí como parajes soleados y luminosos en medio de las grandes planicies de la lluvia y de la sombra.
Nosotros, criaturas humanas, con destellos de grandeza y relámpagos de maldad. Nosotros, exploradores obsesionados con la materia siempre elusiva del amor. Nosotros, como dijo alguien, arquitectos de nuestra propia destrucción. Nosotros, instrumentos de la paz y del servicio.
Así, tan diversos, tan impredecibles, inmensos y pequeños, nos encontramos y reproducimos en esos pasajeros encuentros la esperanza y el desconsuelo de la raza. Nos abrazamos como locos a la esperanza, soportamos resignados la miseria del ser, todo al mismo tiempo.
Así, tan diversos, tan impredecibles, son nuestros pasajeros encuentros…

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