Solía tener en la puerta de mi dormitorio un pequeño cuadro que pintó mi hija mayor hace algunos años. Era un óleo que evocaba, guardando las debidas proporciones, algunos trazos de Van Gogh. Tenía una frase que resume incontables horas de reflexión y que de un modo distintivo expresa mi permanente actitud existencial: Mi mundo privado. Ahora está en una maleta en Chile hasta que un día decida tener un lugar definitivo al cual retirarme a escribir unas imaginarias e impublicables memorias.
Por muchos años creí y practiqué hasta donde pude – no lo suficiente según las personas que más me conocen – la noción de que exponer tu mundo interior era el camino hacia el amor y la aceptación del otro. Diversas experiencias y circunstancias me convencieron que la posibilidad de que tal acercamiento fundamental ocurra es dramáticamente escasa, frustrada y frustrante.
El valor del conocimiento del mundo interior del otro está sobredimensionado. Se da aquí, con meridiana claridad, el hecho de que tenemos más teoría que práctica en eso de que la apertura promueve el amor. No amamos incondicionalmente. Siempre tenemos expectativas, estándares y supuestos que deben ser cumplidos por el otro si es que vamos a amarlos. Y nos pasa lo mismo de vuelta. Pobres transeúntes de una realidad más que discreta nos hallamos en el triste predicamento de ocultar una parte considerable de nuestro ser y dejar ver apenas un poquito para mantener los equilibrios y las relaciones deseadas.
La procesión va por dentro. No lo admitimos por cierto. Y para sobrevivir con cierta dignidad en nuestras relaciones cotidianas, nos hemos ido armando de un selecto repertorio de máscaras para las diversas ocasiones en que interactuamos con los prójimos que conforman nuestro mundo social.
Sería divertido si no fuera tan trágico, que las personas que más parecen ocultarse son precisamente aquellas que declaran “yo digo las cosas como son”, “al pan, pan y al vino, vino” y “yo soy así como ustedes me ven”. No juzgo a nadie, sin embargo. De verdad que no. La confianza, por más que la deseemos, es un bien demasiado caro.
Así que en un sobrio acto de honestidad intelectual reitero que tengo un mundo privado y que algunas máscaras son, por lo menos ahora, un alivio. Mañana, ya veremos…
(Este artículo ha sido escrito especialmente para la radio cristiana CVCLAVOZ)