Gobernantes comprometidos en enriquecimiento ilícito. Parientes de gobernantes haciendo fortuna gracias a su relación privilegiada con el poder. Empresarios de alto vuelo involucrados en fraudes millonarios al Fisco y políticos recibiendo dinero defraudado al Estado para sus campañas electorales. Agentes del Estado coludidos en crímenes para ocultar las conexiones del poder con el dinero. Sociedades que funcionan con un tercio de su economía “en negro” para esquivar la carga de un sistema aplastado por los impuestos. Corrientes internacionales de contrabando y narcotráfico que fluyen libremente por rutas y aeropuertos untando de coimas a funcionarios y policías. Estafas, fraudes y engaños desde la cúpula del poder hasta los barrios marginales con su escalada de necesaria violencia para ocultar a sus perpetradores.
A riesgo de cosechar los predecibles comentarios de que “sólo Dios puede hacer justicia” o que esperemos “hasta el milenio” para ver algo de paz, insisto en preguntar: ¿De quién puede esperar la sociedad un alivio? La pregunta planteada en aquel otro artículo no era retórica. Es una pregunta brutalmente actual y que golpea en la cara a quienes detentan en discurso de la verdad y de la salvación: los cristianos. Ellos dicen que si cambia el hombre, cambia la sociedad. En países donde hay altos índices de gente que se llama a sí misma cristiana las cosas no están necesariamente mejor que en las naciones donde hay poquísimos creyentes. Los índices de corrupción y maldad no tienen ninguna relación con la cantidad que parece haber en los países.
Nos queda la terrible cuestión: la fe cristiana no logra nada en términos de mejoramiento de la sociedad en general. Así que es una de dos: la fe cristiana no tiene nada que ver con la sociedad; es sólo un mecanismo sagrado para que la gente obtenga su anhelado boleto al cielo y que el planeta se vaya a buena parte, qué importa, total uno es salvo.
O bien la fe cristiana sí tiene algo que decir y que hacer desde el principio de los tiempos pero han sido los cristianos que los que han abandonado su responsabilidad social en aras de un discurso reduccionista, religioso e inhabilitante.
Como van las cosas, no hay mucha esperanza. Las instituciones religiosas se concentran cada vez más en sus elevados emprendimientos al interior de sí mismas y, salvo honrosas excepciones, se hacen cada vez más ausentes de la agravada situación social.
Sí, qué poca esperanza…