“Luz de vida celestial, fuego de divino amor, brilla en mi corazón. ¡Ven, inspírame fervor! A cantar ayúdame, dignamente en honor al Cordero que murió por salvar al pecador.” Es domingo a las tres de la tarde hace cincuenta y siete años. Afuera, el calor reverberante de la siesta. Adentro nosotros, niñitos de la Escuela Dominical. Traje, pantalones cortos con suspensores, camisa blanca, corbata y zapatos lustrados. Cantando el himno para empezar, como todos los domingos a la siesta, la Escuela Dominical.
Antes de salir de casa los hijos del vecino nos habían invitado a la pileta. Ellos, con remeras, pantalones cortos, sandalias y la toalla. Nos miraban sin entender por qué estábamos vestidos así: “No podemos. Tenemos que ir a la iglesia”.
Nos arrodillamos para encomendar a Dios el servicio. Pero yo no oro nada. Miro aquel pedacito de cielo azul brillante que entra por las ventanas altas del templo, lleno de promesas de juego y libertad. Miro a mi alrededor: hermanos y hermanas oran de rodillas, todos al unísono con ese tono lastimero con el que oran algunos pentecostales, como si sufrieran.
Casi siempre se cantaba ese himno para empezar la Escuela Dominical que se llevaba a cabo con adultos y niños juntos. Los compases arrastrados no evocaban para nada la pasión fervorosa de la devoción. Pasados los años, pienso en la ironía de la letra que suplica: “¡Ven, inspírame fervor! A cantar ayúdame”. Por supuesto: es difícil estar emocionado con la liturgia un domingo de caluroso verano a las tres de la tarde, a menos que venga alguna ayudita de arriba.
Pero sobre todo me golpeaba, ya tan temprano a los seis o siete años, el tedio de la liturgia. Siempre lo mismo, hasta el hartazgo. Las variaciones sobre el mismo tema ad infinitum. Ya entonces me hería esa obsesión de la gente por atender a esa necesidad de religión que al parecer todos llevamos dentro y que cristaliza en el culto.
Pienso ahora que la liturgia, por más efervescente que sea, termina en el tedio por una simple razón: Religión no es otra cosa que el intento de las criaturas humanas por ascender hacia el Creador. Lo que no entenderemos nunca es que cualquier comprensión más o menos acertada de Dios es exactamente lo contrario: Él descendiendo a nosotros. Todo intento “hacia arriba” termina siendo vano y agotador.
Otro tema para pensar el domingo a la tarde…

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