El papel aguanta todo porque casi nadie escribe a mano, excepto antediluvianos como nosotros, con lapicera a tinta y blocs de Rhein. Los sonidos del mundo natural arrasados por el bullicio enervante de motores, industrias, maquinarias y piquetes. Ya casi no recuerdo el habla del río, de las gaviotas, de los tréguiles. La hora del lobo que se presenta a las cinco y media de la mañana y arrebata con el insomnio la última estación de la noche. La Revolución Perdida de Ernesto Cardenal que me hace preguntarme si la lucha armada puede llegar a ser el último recurso, pero recurso al fin.

Hace ya tanto tiempo que la noche era joven; ahora tiene chasquido de huesos, espaldas doloridas, tristezas sin domicilio conocido. El amor con su careta generosa tras la cual se ocultaba el chantaje y la indulgencia de los propios deseos. Los cumpleaños que anhelamos que nadie recuerde porque, ¿quién rayos quiere seguir cumpliendo años? El cansancio de los preceptos, los signos, los lugares comunes, los diálogos predecibles, las sonrisas congeladas.

El absoluto inocultable del pretendido relativismo, su ridículo intento de igualar bondad con maldad. El egoísmo de los ciudadanos que hace imposible salvar a la nación. La solidaridad de ocasión, la generosidad para la foto, los vestidos rasgados por la corrupción de los otros al tiempo que invertimos la nuestra en dólares contantes y nuevecitos. El discurso político, tan patético, tan pobre, tan insanablemente miserable. El conocimiento y la vida, todo reducido a tuiteos y memes.

Los libros como última frontera, como última esperanza de la cordura. La palabra vencida por el vértigo de la imagen y de la risa. Los periódicos que ya ni para envolver pescado sirven a las tres de la tarde, tan poco tienen para leer. Los cafés, atestados de pantallas de televisión y música tecno, la gente que habla a gritos. La grieta que destruye todo diálogo, toda esperanza de solución.

Comprendo perfectamente que mi presencia le importune. Y, personalmente, también preferiría estar solo: tengo que poner en orden mi vida y necesito un poco de recogimiento (…) Únicamente, en fin, si es que puedo permitirme un consejo, creo que debemos conservar entre nosotros una extremada cortesía. Ello constituiría, creo yo, nuestra mejor defensa.

(Palabras de Garcin en A puerta cerrada, Jean Paul Sartre)

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