¿Por qué la ciudad fascina y aterra?

Porque resume miseria y opulencia. Porque en ella confluyen las virtudes y los vicios del alma. Porque prosperan en su seno los negocios legales y las transacciones ilícitas. Porque amparados en ella florecen amores puros y pasiones violentas.

En la ciudad la justicia alcanza a los que tienen dinero y posterga el juicio de los débiles y los desamparados. En sus centros comerciales se disfraza de prosperidad el despojo institucionalizado de la venta a plazo con interés compuesto. En sus instituciones financieras la usura viste cuello blanco y pronuncia palabras amables.

Pablo Neruda escribió una vez acerca de “la cochinada gris de los suburbios”, porque en los países de nosotros los suburbios son el reino marginal de la pobreza, la caldera donde hierven la ira y la impotencia; donde conviven de mala gana el trabajo y la violencia, la esperanza y la desidia.

En la ciudad se produce el milagro del arte y el oficio de la ciencia. En escuelas y facultades se efectúa, con mala paga y desigualdad, el proceso de la enseñanza y el aprendizaje. En factorías y oficinas, en talleres y comercios, se construye la riqueza de los señores y se financia a plazos eternos el modesto patrimonio de los siervos.

En ella ejercen su demagogia los tribunos y luchan por un bien posible heroicos artesanos del servicio. En blandas curules de cuero, cónsules y honorables calculan sus beneficios al amparo de las leyes y se distribuyen comisiones. Frente a las cámaras, los voceros del poder pronuncian solemnes sofismas que para calmar a la inquieta ciudadanía.

Cuando cae la noche, se abren los oscuros subterráneos de la ciudad y emergen cartoneros, charlatanes, prostitutas, artistas callejeros, nómades comerciantes, delincuentes habituales. En alguna esquina un predicador lanza anatema sobre todo eso que no puede comprender pero que estima imperativo denunciar.

Nosotros, a buen recaudo en nuestra justicia, le avisamos a la ciudad su inevitable destino. Le explicamos con detalle a dónde va a parar todo si no cambian de actitud. Entonces, cumplida nuestra misión, regresamos a casa. Y mientras nos hacemos cargo de nuestra merecida cena y descanso, revisamos los noticiarios y secretamente damos gracias por estar a salvo del terror de la ciudad.

Otros permanecen allá afuera y se las arreglan lo mejor que pueden para ponerle un poco de sal a toda esa fascinante locura…

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