Aprendí en inglés tres palabras que, en español son una: cielo. Ceiling, cielo raso; sky, el cielo de las nubes; heaven, el cielo donde estaría Dios.
Noten que digo donde “estaría” Dios, a riesgo de incomodar a los puristas. Todas nuestras ideas del cielo son lecturas y relatos que han variado desde hace siglos. Teólogos, padres de la iglesia, filólogos, críticos textuales y arqueólogos han hecho una variopinta contribución al tema. Por lo mismo, no veo que haya ninguna obligación a atenerse a una rígida definición.
A veces, tendido en la cama, miro las rugosidades del cielorraso granulado, buscando una idea para este blog. Como dice alguna vieja canción, por ahí me distraigo pensando nimiedades y divagando al infinito. Y casi siempre no me sale ninguna idea. En ocasiones, sí.
Otras, salgo al pequeño patio de luz de mi departamento. Es mi única posibilidad de ver el cielo de las nubes, el sol, la luna y las estrellas. No tengo ventanas a la calle. O como mi amiga del sur, al lago y los cerros. Entre los barrotes que protegen el patio navego imaginariamente con el pensamiento. Si uno mira muy fijo una estrella tiene la ilusión de que bailan en la profundidad de la noche.
Y cada tanto por mis exploraciones constantes de la Biblia y las charlas con mis estudiantes, pienso en el Cielo. El cielo de Dios. Leí anoche que, en el tiempo de Jesús, cuando se hablaba de cielo o de la vida perdurable, se estaba hablando de Dios, de su persona: Dios como cielo. No un lugar como cielo.
El joven rico no preguntaba qué hacer para entrar en la eternidad. Estaba inquiriendo cómo podía entrar en la vida de Dios porque no se sentía en Él. A pesar de haber guardado casi todos los mandamientos algo faltaba. Bueno, no voy a hacerles meditaciones impertinentes, aunque es muy fascinante este relato.
Hubo una época en que solía decirle “mi cielo” a una criatura pequeña o a alguien que amaba. Era un modo de comunicar una idea sublime: eres como un pequeño cielo particular.
Con los años, algunos cielos se nublaron y experimentaron tormentas de proporciones bíblicas. Se hizo noche en el día. La ilusión del pequeño cielo particular de a poco devino limbo. Soledad asumida con creciente cariño y respetuoso silencio. Refugio tibio y agradable.
Solía decir mi vieja madre, a nadie le falta Dios…