Una de las características que más destacan en el ser humano es el orgullo. A todos nos gusta sentirnos orgullosos de lo que hacemos. Nos gusta sentirnos orgullosos de lo que hemos logrado, de lo que hacen nuestros hijos, nuestra familia. Y no tiene nada de malo sentirnos orgullosos de esas cosas, pero si eso es lo más importante para nosotros y estamos constantemente hablando de esos logros y esos orgullos, podemos caer en ser jactanciosos y hasta vanidosos.
Pienso que por eso es tan complicado hablar de la humildad. Hoy día para muchos es una falla. A la gente humilde la catalogan como sumisa, gente que no se destaca y que no tienen pasión. Quienes piensan así, son personas que tienen la idea equivocada de lo que significa ser humilde. Por supuesto que no quiere decir que hay que dejar que nos humillen. Tampoco significa hacer algo y dejar que otro se lleve el reconocimiento.
En Romanos 12:3 de la Biblia, podemos leer: “Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado”.
Se puede tener pasión por lo que hacemos, podemos destacar en lo que hagamos; el asunto es que eso que hacemos o aquello por lo que tenemos pasión no se nos vaya a la cabeza.
Ser humildes es ser realistas con la percepción que tenemos de nosotros mismos. Podemos reconocer nuestras fortalezas, pero también nuestras debilidades y nuestras limitaciones.
Jesús hizo mucha referencia a esto con respecto a los fariseos, a quienes les gustaba destacar, tener un lugar de honor y oraban de manera que la gente se enterara de que estaban orando.
Lo cierto es que ser humilde es ser honesto sobre quién eres y por esto, es bueno analizarnos, conocernos y pedir a Dios a diario que nos muestre si estamos cayendo en la trampa de ser orgullosos o jactanciosos.
El siguiente crédito, por obligación, es requerido para su uso por otras fuentes: Este artículo fue producido para radio cristiana CVCLAVOZ.