Suelo tener sueños en donde me encuentro en la casa de mi infancia. Eso le ocurre a la gente mayor, me ilustran diligentemente.
Me veo en los espacios en los que crecí y a las personas más significativas: papá, mamá y, por cierto, el tío Carlos.
Los sueños con mis padres reflejan siempre la tirantez y la distancia que fue común en nuestra relación familiar.
Soñar con el tío Carlos, al contrario, es revivir su imagen serena, su porte distinguido, su conocimiento infinito.
Revivo los momentos cuando me enseñó a leer y me educó sobre la condición humana y la belleza de la bondad.
¿Cuál es el oficio de la memoria, si semejante pregunta vale la pena? Vivimos atosigados de presente, ansiosos de futuro.
Como estímulo a la creación de nuevas cosas, se me ocurre a veces, o como documento que otorga perspectiva a la existencia.
Los años que ya he vivido han convertido a la memoria en una estación de la nostalgia, ese literal “regreso al dolor”.
Es la evocación cada vez más persistente de la belleza de un pasado que no regresará jamás.
Antes de dormirse, el tío Carlos solía sumergirse en unos estados de contemplación silenciosa y repetía quedamente algunas palabras que nunca olvidaré:
“Tiempos que nunca volverán”, o “Carlos Asenjo Lau, quince millones”. Hasta que a las cuatro de la mañana se levantaba a tocar el piano.
Leo en Google que los expertos dicen que los sueños son como el camión recolector de los residuos, la “higienización” de las neuronas.
Por esa razón tal vez todo el tiempo olvido lo que soñé segundos después de despertar. No es agradable convivir con la basura.
Siempre es bueno recordar. Recordando sin ira. Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Ni perdón ni olvido.
Estas frases son parte de la mente colectiva. Lo que pasó debe tener algún significado. No puede ser que lo único útil sea el presente.
Con sus luces y sus sombras, la memoria – y los sueños – son una película del ser.