Me contaron acerca de una niña, hija de padres cristianos, que antes de dormirse terminaba sus plegarias así: “Dios, te pido que los malos se conviertan en buenos y los buenos se conviertan en simpáticos.” Se me ocurre que había leído sobre aquellos religiosos del tiempo antiguo que decían a la gente alrededor suyo: “Quédate donde estás, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú…” (Isaías 65:5 RVR 1960)
Es esa vieja cosa de las palabras y los hechos. El discurso tan querido por políticos y dirigentes de iglesia presume de integridad y conducta intachable. Sin embargo, se ve desmentido por acciones públicas y privadas que reflejan algo completamente distinto.
La verdad es que no sería gran cosa si estos personajes tuvieran la humildad de admitir sus faltas; y si se alejaran temporal o definitivamente de sus funciones si la situación lo recomienda. Eso aliviaría en buena medida la frustración de los afectados. Pero no es así. Insisten en mostrarse “buenos y bonitos” profundizando con ello el fastidio y el cansancio de la gente por esta clase dirigente.
La plegaria que menciono alude a aquellos “buenos” que son desagradables en su trato con las personas distintas a ellos. Son los que eligen ser buenos, pero no bonitos. Les agrada lanzar juicio sobre los males del mundo. Les encanta recordar a todos los males terribles que vendrán sobre los impíos. Se alegran en la supuesta condenación de los que no tengan el privilegio de ser raptados —como ellos— antes del fin.
Cuando todavía tenía la inocencia de “la comunidad”, enseñaba a mis alumnos a practicar una suerte de santidad sonriente. Sonrío —no de santidad— al recordar aquellos días. Intentaba hacerles pensar que estar entre la gente y contribuir a mejorar sus días, eso era algo santo. Quería que se sentaran a la mesa con los que pensaban distinto. Les sugería que hicieran preguntas y que ayudaran a todos sin obligar a la conversión inmediata.
Mi deseo era que compartieran los dolores y las alegrías de los otros; que promovieran la justicia y la paz en medio de los problemas humanos; que salieran de sus apartados y serenos cuartos de oración. Eso —pensaba yo— era algo bueno… y bonito.
Pero la comunidad tenía otras ocupaciones y convertirse en simpáticos no era una de ellas. Así que me fui.