Aman el discurso los tribunos de la política. Usan altisonantes metáforas y consignas que galvanizan voluntades y aumentan emociones. Invocan los altos intereses de la nación y prometen el país que soñamos. Anuncian pobreza cero y dicen que pondrán a la nación de pie.
Les encanta la prédica a los religiosos de nuestro tiempo. Suponen que con sus frases de seminario y pronunciación de versículos la gente efectivamente vivirá la verdad. Declaman frases que erizan los cabellos y motorizan esperanzas. Anuncian cielos y amenazan con infiernos a la inmensa mayoría.
Aman dar opiniones los parroquianos del café. Describen con alta precisión la situación económica y pontifican sobre el fútbol. Se jactan de sus hazañas sexuales y de desafíos verbales a jefaturas y parientes. Relatan sus logros laborales y muestran fotos de su prole.
Regresa el político a su oficina y se lava las manos para quitarse el olor y el sudor de la proximidad popular. Revisa su cuenta de banco, se reúne con los jefes y caciques y cumple sus exigencias a espaldas del pueblo.
Regresa el predicador a su saloncito privado y de paso se pelea con su señora. Se reúne un par de horas a trabajar con su secretaria, a puertas cerradas. También revisa su cuenta de banco y compra unos dólares para su próximo viaje a Miami.
A su casa retorna el parroquiano. Después del almuerzo se le asigna lavar los plazos y sacar a pasear al perro. Se pelea con su hija que anoche llegó pasadas las tres. Mira unos videos en su celular y luego se va a dormir una siesta intranquila.
El discurso es la palabra sin garantía, la promesa que no se va a cumplir, la fantasía de haber vivido lo no vivido, el consuelo del eterno perdedor.
El discurso es el masaje emocional para la mente de los que creen y esperan bendiciones a cambio de cumplir con sus obligaciones de tiempo, de dinero y de obediencia.
Es la representación de lo que no somos en realidad, de lo que no sabemos, de lo que no tenemos y de lo que presumimos. Es el arte de las máscaras en el cual participamos todos por el terror a la pobre verdad de lo que somos.
Es el aire, el vacío conceptual, la careta. La explicación de la nada. Agua que no sacia. Pan que no alimenta. Luz que no ilumina.
El contrapunto del discurso está del otro lado de la calle y se expresa con cándida sencillez: un gramo de verdad pesa más que todo el mundo.